Bueno, yo quiero dejar algo de alguien que yo quise de igual a igual.
Cuando íbamos a la escuela, recuerdo que un libro que decía que los animales se diferenciaban de los humanos por que no pensaban y por lo tanto no razonaban.
Yo desde chiquito me críe con animales y supe tener con ellos cierto entendimiento, siempre creí que esa expresión en mi raciocinio infantil era una barbaridad.
Esta es la historia de mi perra, con ella viví muhas cosas y se que nos entendíamos, aun sin hablar pues no era necesario.
Lo que escribo es lo que sentía un niño de 11 años respecto a su perra, mejor dicho, a su amiga, compañera leal hasta la muerte.
Se que hay faltas de ortografía, pero como ahora la real academia es flexible me atrevo a publicarlo sin corregir por que se que si me pongo a corregirlo, comenzare a eliminar palabras y perderá su esencia. De todas formas no soy un erudito de las palabras y sabrán perdonarme.
SORAYA
Llego un día de las manos de mi padre, era una bola de pelo negro. Asustada, lejos de su lugar natural, buscaba ávida los pezones de su madre, su boquita succionaba todo lo que estaba a su alcance.
-Es hija de pastores alemanes – dijo mi padre.
No me importo demasiado, pues para mí siempre era una hermosa perrita, tampoco entendía mucho de razas ni colores, para mi solo era una hermosa parrita.
Desde ese día seria mi gran amiga, la compañera de mi infancia y parte de mi adolescencia.
Después del primer impacto se formo en toda la familia un gran debate para bautizar la perrita.
Mis padres –muy conservadores –proponían nombres clásicos como Mora, Negra, Laika .Mis hermanos y yo, estábamos empecinados en que debería llevar el nombre de nuestros deportistas favorito, pese a que era hembra y no rimara con su condición. Mis hermanas decían que lo mejor seria un nombre de algunas de sus heroínas de novela.
Al final prevaleció el romanticismo de mis hermanas y la bautizaron con el nombre de “Soraya”
Eran tiempos de paz, pocos altercados se producían en el mundo que perturbara esa paz.
Por esos días la noticia era la boda esplendorosa,- propia de las mil y una noches- que se celebro en Persia, entre la princesa Soraya y el Shah Reza Pahlavi.
Es así que mi perrita fue bautizada como una reina.
Fue creciendo entre cariños y celebraciones. Pronto fue dando muestras de gran inteligencia y vitalidad. Sus ojos brillaban nobles y audaces haciendo honor a su raza.
Pasados dos años ya era toda una dama, calzaba botas y faldas color canela. Sus espaldas y su cabeza se cubrían con manto negro.
Sin darnos cuenta era un hermoso ejemplar de gran porte. Sus pocos años la hacían ser una juguetona incansable, todo en ella desprendía alegría y fidelidad.
Amable y solidara, pronto encontro una amiga que la acompañaría toda su vida. La yegua Alazana.
Con ella iba de un lado para otro, y cuado la yegua terminaba sus tareas se iban al prado, y ladrando y relinchado iban y venían si descanso.
Gran parte de nuestro tiempo transcurría entre el molino y la sierra del Cuera, a la cual accedíamos por escarpados senderos.
En los días de verano, cuando el trabajo lo exigía, pernoctábamos en pequeñas cabañas construidas para ese fin. Las noches en lo alto de la sierra, eran enigmáticas, por momentos llenas de silencio total y por momentos lúgubres, producto de incesante silbido del viento soplando sobre rocas y yerbas. Cuando la noche era clara, la naturaleza se expresaba en toda su magnificencia, la luna brillaba como un disco gigante donde se transparentaban sus montañas, las estrellas titilaban como luciérnagas de muchos tamaños, en una sinfonía de luces místicas.
Esos días Soraya se transformaba, perdía su alegría, y seria trepaba a un cerro, ahí miraba fijamente la luna y aullaba hasta las primeras luces del día siguiente.
- ¡Dios nos perdone –gritaban los ancianos- esta llamando a la Güera- seguro que algún vecino muere.
Sin embargo yo pensaba que estaba ablando con sus ancestros, de cacerías y batallas libradas cuando corrían libremente en jaurías por lo alto de la sierra.
Nadie sabe como, pero un día Soraya aprecio con la panza hinchada. Sus pezones parecían frutillas a punto de reventar. A los pocos días tubo un parto, nació un solo perrito color canela que fallecía a los dos días.
Al año siguiente de nuevo su panza se hinchó y parió otro perrito color canela que murió al nacer. Después de sus fallos maternales, como que se olvido y no le intereso más tener descendencia.
Su lugar preferido era el molino. En el podía jugar con la yegua y bañarse en el río.
Amaba bañarse en el río, lo disfrutaba tanto que por momentos me contagiaba y terminaba chapoteando en el río con ella.
Lo mismo que cuando aullaba – pensaba yo- que seria reminiscencias de tierras lejanas próximas a los polos.
En cierta ocasión que me encontraba maquila en mano repartiendo a cada uno lo suyo, uno rugidos desgarbados llamaron mi atención. Presuroso deje la maquila y salí para ver que pasaba. En el centenario Roble que se encontraba en la orilla del río Soraya giraba sobre su contorno velozmente, de vez en cuando se detenía y se agazapaba sobre sus patas delanteras invitando a lago que yo no veía a que participe de su festejo. Al acercarme pude ver que bajo sus raíces tenia su guarida un huraño “Tasugu” que molesto por la presencia de Soraya erguía la cola y los pelos emitiendo desagradables sonidos.
Pensé que seria difícil que se formara una simbiosis entre ambos. Pero con el tiempo el mal humorado tejon nos esperaba todos los atardeceres en la entrada de su madriguera siempre listo para atormentarnos con su desagradable discurso.
Después de algunos años Soraya falto como una semana. Cuando ya la daba por perdida apareció en estado lamentable, toda llena de rasguños y las orejas mordidas.
Se tomo un largo descanso y con el paso de los días su panza comenzó a inflarse de nuevo.
Un atardecer se desato una intensa tormenta, el cielo se lleno de oscuras nubes que descargaron borbotones de agua sobre la tierra. Pronto los ríos y los arroyos se desbordaron, de las montañas bajaban bramando torrentes de agua inundando todo el valle.
Al día siguiente las aguas ya habían bajado. Preocupados por el estado en que habría quedado el molino enganchamos la yegua al carro y partimos raudamente sorteando árboles, ramas, rocas y barro llegamos al molino. El edificio se encontraba en buen estado, paro la mayoría de los árboles incluido el viejo roble habían desaparecido. Un enorme socavón había quedado donde se encontraba el roble que hacia de techo a la madriguera del tejon.
Mientras tratábamos de reparar todos los destrozos de la tormenta Soraya desaparecía casi todo el día, solo se la podía ver al atardecer, así pasaron varios días, hasta que un día apareció totalmente excitada, se paraba en la puerta y ladraba para llamar mi atención, intrigado trate de seguirla para ver que quería, a los ladridos me llevo hasta el puente en que la carretera cruza sobre el río. Ahí estaba el gran roble atravesado sobre el puente y entre dos raíces el viejo gruñón, con el cuerpo y los ojos pasmados por el rigor de la muerte.
Con un hacha cortamos las raíces y transportamos el rígido cuerpo del tejon hasta el hueco que habían deja las raíces del roble. Con paciencia lo enterramos y fuimos rellenando el hueco hasta que desapareció.
Durante varios días Soraya permaneció al lado del tejon gimiendo un llanto casi humano, su tristeza alimentaba mi tristeza y por momentos cuando miraba sus ojos, me decían tantas cosas que jamás había visto esa expresión ni en los humanos.
Su panza fue aumentando y su peso le fue dificultando los movimientos, al mismo tiempo su carácter fue cambiando. Ya no se movía tanto y termino por abandonar a su amigo, solo venia a casa para comer, hasta que un día apareció sin panza con sus ubres a punto de estallar repletas de leche.
Su parto fue en el pesebre de su amiga la yegua, ahí nacieron trece perritos, once negros y dos color canela.
-Vas a tener que sacrificar la mitad –decían algunos.
- No tiene pezones para todos –decían otros.
Como niño me ofusque, y no quise entender por que no podría criar a todos, jamás pensé que solo tenia ocho pezones para ocho perritos. Mi enojo fue tan grande que esa noche me propuse dormir en el pesebre par ayudar a Soraya a criar a sus hijitos.
Casi instintivamente fui rotando los perritos para que todos pudieran mamar, así fueron creciendo como bolas de pelo igual que su madre cuando llego.
Cuando pudieron ingerir alimentos sólidos, llego el momento mas difícil de la historia, como no sabia que hacer con todos no tuve otra opción que comenzar a regalar los perros, pero para que pudiera llegar a esta solución invente todas las tramas posibles y me amotine en la cuadra y no dejaba entrar a nadie.
Con gran desconsuelo deje que mi padre los fuera regalando, para eso yo desaparecía y cuando volvía y contaba un perro menos lloraba sin fin. Miraba la cara de Soraya y Soraya me miraba y sentía que yo la entendía a y ella me entendía.
Poco a poco su carácter se fue apaciguando los pelos se le fueron poniendo blancos.Ya casi no caminaba y permanecía acostada aun lado de la puerta.
Un día de niebla gris, cuando la llovizna cala los huesos, no apareció en su lugar preocupado la busque por todas partes hasta que la encontré en el pesebre, dormida para siempre.
Al otro día con mucho dolor la cargue en el carro y recorrimos por ultima vez el camino al molino, la enterré al lado de su amigo el tejon, en las raíces del árbol sagrado, a la orilla del río, por si en algún momento querían jugar o bañarse.
Antes que el manto de tierra volviera a cobijar su cuerpo mire su cara por última vez.
Soraya sonreía.
Jesús A. López