MOROCHO
Negro, Moro, Morocho, Perro. Cien nombres tenia y con todos atendía. Cien amos tenía y a todos acudía. Su casa era la calle pero de cierta alcurnia no era una calle cualquiera. Vivía en la avenida de Mayo, entre Juramento y el túnel que se pierde bajo la estación del tren. Nadie sabe donde nació, en una esquina, en un baldío, bajo un auto abandonado, en un zaguán, todo puede ser posible.
Morocho apareció un día en la esquina de Ucrania y Juramento en la puerta de una casa abandonada. Ahí permaneció varios días acostado sumido en una fatiga incontrolable, apenas podía levantar su cabeza para tragar o tomar y el agua y el alimento que los vecinos le dejábamos.
Su estado tan calamitosos enterneció a los vecinos y entre todos lo llevamos al veterinario que lo vacuno y le administro antibióticos para curar sus males. Poco a poco se fue recuperando y pese a que doña Ofelia lo traslado a su casa Morocho siempre regresaba a la suya, la calle.
Morocho era negro como el azabache, calzaba cuatro botitas blancas, no muy altas pero si muy elegantes. Su frente estaba alumbrada por una estrellita también blanca que brillaba como un diamante centelleante. Su cuerpo no era bello, ni esbelto mas bien era contrahecho y poco elegante, en cada uno de sus pliegues, en cada una de sus deformaciones se podía leer cada minuto de su vida. De su cuerpo salían a gritos penas hambre, maltratos y soledades.
Sus ojos apagados por el sufrimiento fueron cambiando a medida que las fuerzas regresaban a su cuerpo, despacito fueron tomando brillo y alegría.
Un día morocho apareció en la esquina de Juramento y avenida de Mayo. Sus ánimos fueron creciendo y se lo podía ver corretear entre Juramento y el túnel de la estación.
El túnel siempre fue su barrera natural, nunca lo traspasaba pues era como una entrada de luz difusa que se perdía en una curva que apuntaba al centro de la tierra.
Sorpresivamente cambio sus hábitos y de día desaparecía y regresaba al anochecer cuando el implacable y ruidoso ir y venir de autos y motocicletas bajaban su presencia y solo unos pocos alteraban el descanso en su casa.
Se sentaba en la esquina y observaba el accionar del quiosquero, raudamente caminaba unos metros y otra vez se sentaba y esperaba la reacción del señor de las revistas, otros pasitos más otra sentada y ya estaba a los pies del señor, esperaba un ratito y ante la indiferencia emprendía su recorrido hasta el túnel.
-.!Papa, mira un perro!
El niño se agacha y le acaricia la cabeza, Morocho corre, da vueltas, se revuelca por el piso, pone sus patas para arriba, su cuerpo rebalsa de alegría y cariño.
-Vamos hijo, que se nos hace tarde!
Y de nuevo morocho solo con la incomprensión brillando en sus ojos, y en su interior un sentimiento o una aseveración – “que extraños son los humanos, siempre están apurados, nunca tienen tiempo para jugar a loa caricias” –
Aun abrumado por el desconcierto que le producen los humanos, un grupo de ellos pasa a su lado indiferentes, sumidos en realidades incompatibles con las suyas. Ante su presencia rápidamente pone en marcha una de sus estrategias favorita, salta al medio de la calle levanta su rabo derecho como un mástil, alza su cabeza, hincha su pecho y con paso marcial desafía a los automovilistas que lo reciben co una ondonada de bocinazos y chirriantes frenadas. Ahí va morocho trotando como bailarina con sus cuatro relampagueantes botitas y su estrella alumbrando el camino. De vez en cuando mira a su izquierda par ver si los humanos se percatan de su hazaña. Todo dura hasta que aparece una moto –según Morocho- “ese jinete desrabado y sin lanza” Cuando aparecen esos jinetes automáticamente de un salto se planta en la vereda y huye por la calle adyacente y cuando esta bien lejos espera con recelo a que los siniestros jinetes desaparezcan. Ante la presencia del túnel da la vuelta y regresa a su esquina. Por el camino, una puerta abierta, su curiosidad dura hasta que la señora sale a los gritos escoba en mano:
-. ¡Fuera, perro sarnoso, a cucha!
Y Morocho sale despavorido ante la sorpresa de la anciana y corrió hasta su esquina donde se tiro a descansar, hasta que el panadero le acerco un pedazo de pan.
-Ven, negro, ven. Tenés hambre guacho, ven que yo te doy de comer!
Morocho lo miro con indiferencia y continuo con su descanso, y para sus adentros pensaba “no necesito pan, yo solo quiero un amigo”.
Hace dos días que los autos llegan a la esquina y aflojan su marcha por si sale Morocho pero Morocho no pasara mas, hace dos días que Morocho paso por ultima vez arrastrando su cuerpo inerte del medio para atrás. Con sus patas traseras hacia un costado avanzaba Morocho rumiando dolores y penas en dirección al misterioso túnel.
Fue tan grande la impresión que recibí que por un buen rato no pude reaccionar, cuando salía la calle morocho ya llegaba a l túnel. A mi llegada al tunel Morocho había desaparecido, ni los vecinos ni los transeúntes sabían que había pasado. No quedo nada de Morocho solo un hilito de sangre a lo largo de la calle delataba su caminar por este mundo.
También nos dejo la incertidumbre de saber si por fin alguno de aquellos jinetes “desrabados y sin lanza” habían terminado con su triste caminar por la vida, con la esperanza de que algún automovilista lo haya cargado en su auto y le Haya dado una sepultura digna.
Quizás también haya traspasado el umbral del túnel y hoy este descansando en su esquina en el cielo de los perros.
Jesús A. López