Hace tiempo que todos los días me levanto con ganas compartir con los lectores del foro aquellos tiempos de antaño donde todo funcionaba de otra manera. Aunque no tengo ningún motivo que me agobie, cada vez qué intento plasmar algo me doy cuenta que mi inspiración esta en blanco, ningún recuerdo acude a mí y me quedo mirando la blanca hoja que me pregunta: ¿Qué estas haciendo? Ante esa pregunta opto por concentrar mi atención en la calle que traquetea sin descanso abrumada por el fragor de los motores, el ulular de las ambulancias que corren como parcas evolucionadas en busca de algún difunto, el clamor de las patrullas policiales camino a lo inesperado y los inquietantes aullidos de los bomberos anunciado alguna falla espontánea.
Creo que toda esta conjugación de ruidos me tiene prisionero, anulando cualquier intento de pensar.
Atrás quedaron aquellos días en que el llamado de la naturaleza me obligaba periódicamente huir hacia las pampas, a campos abiertos, donde los irritantes ruidos de la ciudad se transformaban en cantos de teros, calandrias, horneros, benteveo y cardenales. Cuando los escuchaba en los amaneceres, acudían a mí los miruellos, los malvises, los jilgueros, el cucu y muchos amigos más, que amenizaban las mañanas del valle. Allá lejos quedaron aquellos atardeceres en la estancia “La Esperancita” sentado en la gruesa raíz del centenario Ombú, habitado por ruidosas cotorras que todos los días al atardecer se debatían en susurrantes charlas.
Desde mi atalaya en lo alto de la raíz podía divisar el campo hasta que se perdía en el horizonte infinito de las llanuras salpicadas de Ceibos en flor, viejas Araucarias y gigantescos Alerces – que vinieron de tierras fueguinas, entre el mar y la cordillera andina- fieles testigos de romances de otras culturas que el hombre blanco se ocupo de borrar de la faz de la tierra. Cada uno de ellos nos hace saber, nos recuerda, que ya no quedan Onas ni Yaganes que se alimentes de sus piñones, ni se calienten con sus ramas de los fríos gélidos antárticos.
Tan majestuosos árboles refrescaban mi memoria y podía ver, el teju de la Casona, la encina de Llaguezu, el castañu de la Juentelazeu incitándome al recuerdo y a las ganas de plasmarlo de alguna manera.
La sensación máxima de mis días camperos llegaba al amanecer, aun de noche, cuando todo lo viviente permanecía aun en el sopor de los sueños y el silencio dominaba el tiempo. En ese tiempo irrumpían en el silencio las tropillas de gauchos arreando las vacas en dirección a los tambos para aliviar las cargadas ubres.
Todavía eran gauchos de los de verdad, de los que inmortalizaron – cada uno a su manera- José Hernández y Ricardo Guinaldés e sus obras “Martín Fierro” y “Don Segundo Sombra”. Eran gauchos de facón en el cinto y boleadoras colgadas de la silla de montar, de rebenques de cuero crudo y espuelas de plata.
Toda ese vocerío mañanero me hacia vagar por las herías del valle y las brañas de Cuera arreando vacas hacia los pastizales o bebederos.
Hoy esos gauchos fueron engullidos por el progreso, los únicos que se ven son empleados y oficinistas que se disfrazan para los turistas pero ni saben que es un caballo.
Lejos de mi fuente de inspiración, aquí yazgo, en este mundo medido por los relojes, donde todo es rápido y sin pausa, donde todo esta hecho, donde todo esta metódicamente escrito y organizado, para no perder el tiempo, mutilando la inspiración y la creatividad.
Me siento aprisionado por los medios de comunicion y las redes sociales, atrapado en una vorágine donde los músculos, las siliconas mamarias y las prótesis glúteas gobiernan nuestras vidas sin piedad, donde la cultura es tabú y la pausa para sopesar otra posibilidad no tiene lugar, donde mujeres y hombres de sospechosa procedencia, -pues nos ponen en la sospecha de si alguna vez pasaron por algún centro académico- nos dirigen con despotismo y sin ninguna base moral siendo incapaces de improvisar un discurso que dure mas de dos oraciones, donde en nombre de la justicia, la ciencia y el progreso todo es legal, todo es valido y nada es improbable.
Hay días que me asusto y no quiero pensar pues se vislumbra un futuro aciago para los humanos. Serán días en que los niños nacerán por encargo de acurdo a los gustos de quien lo encarga, se gestaran en vientres artificiales y las mujeres y los hombres serán asexuales
Cada vez que lo pienso bajo las compuertas y de nuevo me refugio en los medíos comunicadores y en las redes sociales, es como un circulo, un laberinto borgiano.
Siempre queda el remedio de “mañana cambiare” y prometo que a partir del lunes regresare al campo y me refugiare en los libros y seguiré contando las andanzas de un niño natural, en un paraíso natural.
Jesús A. López