Alguien podrá reprocharme el silencio que he guardado tras la muerte de nuestro querido amigo, José Antonio. Alguien podrá decir que no he sido lo suficientemente comunicativo; y lo siento. A mí, la muerte de José Antonio me afectó mucho y traté de hacer mis comentarios en otros foros y con otros motivos. Yo soy así. Quizá no sea fácil de comprender, y nada le recrimino a nadie. Yo quise que pasase un poco de tiempo para no escribir desde el dolor sino desde la serenidad.
Ayer, en mi blog y en algún otro foro en los que participo, escribía sobre la muerte de José Saramago y citaba una frase suya: “Morirse es, simplemente, no estar”. Pues eso. José Antonio no está ya. No está físicamente, pero estará aquí durante muchos años, hasta que a los que aún vivimos se nos borre la memoria.
Yo viví muchas cosas con él cuando éramos críos de la escuela (él, un poco mayor que yo). Nadie, o muy pocos hoy, se acuerdan de que, en aquellos años había dos pruebas fundamentales para ser “grande”. Una era cruzar las cuevas de la Peña; entrar por una y salir por la otra. Eso, José Antonio y yo lo hacíamos sin mayor problema. En medio de las dos cuevas había (y habrá) un paso estrecho por el que había que ir reptando. Si tenías el culo gordo la cosa se complicaba. Pero ni él ni yo teníamos ese problema.
La segunda de las pruebas era pasar todos los árboles del parque (cuando el parque era parque) sin bajarte; de rama en rama, como Tarzán. También esa prueba la superábamos, porque éramos delgados y ágiles y, por eso quizá yo fui de los “grandes” antes de tiempo.
En cualquier caso, y con cincuenta años de distancia, yo tengo aún vivos preciosos recuerdos de mi niñez y juventud. Algunas noches que duermo mal, me llegan a la mente aquellos recuerdos y aquellas personas que se me fueron.
También he de decir que, quien de crío, siendo un poco mayor que tú (los típicos listillos, que al final no fueron nadie en la vida) te hicieron daño, no se me han olvidado. A veces veo a alguno y trato de ser, cuando menos, cortés y (como diría Macaró), “persona” con ellos, pero nada más.
Nunca fue éste el caso de José Antonio. Él siempre estaba dispuesto a hacerte feliz. Recuerdo que muchas tardes (sobre las siete) íbamos a su casa a escuchar en el “arradio” aquellos capítulos de Superman, El Inspector X, o Jim Foscao…
Su padre, Pelayo (guardia civil), siempre amable, nos contaba algunas historias de los emboscados que a nosotros nos encantaban. Mientras, su madre, Caridad, siempre silenciosa y cariñosa, nos soportaba y nos daba una onza de chocolate.
Luego, salíamos a la calle convertidos en auténtico héroes de aquellos tiempos felices.
Cerca de los padres de José Antonio, en La Plaza, vivía Victoriano Orbaneja, que iba todas las semanas al mercado de Torrelavega y le traía a Toñín, su hijo, el cuento del Capitá Trueno.
¿Alguien se puede imaginar lo que era aquello..? Pues se lo digo yo: Aquellos eran tiempos felices…Al menos yo los recuerdo así…