Amanecer congelante sobre la bella Villa Adelina. Fríos polares nos están azotando y la nieve ronda en las proximidades. En este momentos nos alumbra un sol traslucido, suave y tibio. Como aquellos soles de luz y color tan especial, que cuando éramos niños solía aparecer cuando comenzaba a nevar.
Como el sol de los amaneceres que salía en las mañanas heladas después de las nevadas, en que todo estaba en silencio y de los tejados nevados colgaban aquellas estalactitas (nosotros le decíamos, “pipos” o “chupos”) que después de entrar en calor las descolgábamos y jugábamos a combates espadachines hasta que las manos se congelaban o el pipo se quebraba.
El día se presta para recuerdos invernales, de manos moradas, de sabañones y de montanas de ropa sobre la cama para protegerse del frio intenso. De cuerpos tiritando y castañeteo de dientes hasta que el canícula acudía a nuestro cuerpo. De cristales escarchados con finos arabescos y de petirrojos picando en el cristal para que le dieras cobijo y comida, y que una vez adentro entraban en desespero por el poco espacio que había y volvían al repique del cristal para que le devolviéramos la libertad
Aquellos momentos de ir pisando escarchas y hielos, de ver quien encuentra el hielo más finamente decorado, de pisadas crujientes, de aires puros y refrescantes, camino de la escuela. Aquel camino que trepaba por la colina y atravesaba bosques de castaños sumergidos en su sueno invernal embalados por silencios ancestrales. Y la llegada a la escuela, con las manos y los pies morados, y todos alrededor de la estufa, y todos con gestos dolientes hasta que la linfa carmesí acudía a las yemas de nuestros dedos. Y al final de todo, el sueno termino apabullándome por sana melancolía tratando de imaginar, que sentimientos naturales nos acompañaban para ser felices con cosas tan sencillas.