LA CIMA DEL MUNDO
Los últimos rayos dorados del atardecer entraban por los resquicios de la ventana, llenando la penumbra de la habitación de luces misteriosas.
Mi vista pasaba de una luz a otra como buscando un poco de tranquilidad a mi desasosiego.
Yacía en la cama debatiéndome entre el sueño y la realidad. La ansiedad me hacia imposible cualquier conciliación con el sueño, y daba vueltas de un lado a otro hasta que los ecos de la conversación que tuvimos con los mayores en el banco de la bolera, fue relajando mi espíritu, y me fui entregando al sueño reparador entre jurguillos danzantes.
No había pasado ni un segundo, cuando escuche la voz de mi padre reclamando: ¡vamos arriba, que ya es hora!
Cargado de excitación salte de la cama y salí al patio.Las primeras luces del amanecer bajaban de las montañas anunciando un día de verano brillante.
Pronto mi madre me llevo con mi hermano para que nos vistiéramos y desayunáramos
Sobre la mesa en sendos platos palpitaban huevos, torreznos, y chorizos fritos acompañados de un humeante tazón de Cola Cao con leche recién “mecida”.
Luego de dar cuenta de tan magnifico banquete, salimos a la calle y corrimos hasta la cuadra.En la entrada mi padre y mi hermano mayor, ya habían preparado y reunido todo lo necesario para iniciar la próxima aventura.
Ahí estaba nuestra burra cargada con todo tipo de cazuelas, sartenes, platos……………..
La yegua con los colchones, las vacas (la Mimosa para dar leche, y las novillas que habían nacido en el año) y las corderas que ese año pasarían el verano en el “puertu”.
Al son del estrépito de los utensilios culinarios comenzamos el ascenso. Por buenos caminos cruzamos bosques y prados hasta llegar a las estribaciones le la montaña donde el camino se convertía en sendero zigzagueante que llegaba hasta el cielo.
Poco a poco, pausadamente fuimos ascendiendo, acercándonos a la cima, y poco apoco nos fuimos alejando de nuestra casa, cuanto mas nos alejábamos mas diminuto se hacia nuestro hogar.
Llegado cierto momento la incertidumbre me atenaza. Miro para abajo y siento que perdí mi casa, miro para arriba y me parce que nunca llegare. En ese momento mi padre decreta un descanso, que aprovechamos para curiosear todo lo que esta a nuestro lado.
De nuevo en marcha siguiendo los pasos de los animales – ellos nunca dan un paso en falso- llegamos a la cima, totalmente exhaustos.
Una vez arriba mi concepto de lo real se transformo en algo fantástico, pues ahí donde yo imaginaba la punta de una montaña, había un valle inmenso. Otro mundo.
Desde mi casa miraba las riadas de humanos y animales que todos los veranos ascendían por sus senderos, y no me podía imaginar como harían para que entraran todos en la punta de una montaña.
Maravillado por el nuevo descubrimiento, avanzamos con paso renovado, hasta que llegamos a nuestra cabaña. Se trataba de un prado circular totalmente cerrado por un muro de piedras, en la parte alta la cabaña donde vivíamos, al lado la cuadra de las vacas y la corralá (o cuerre) para las ovejas, protegida por cuatro frondosos fresnos.
Una vez que todo estaba en su lugar mi padre nos mandaba a juntar “gromos”, “esquimas” y algunas matas de romero – pues su olor penetrante cuando árida, nos protegía de las brujas, jurgullos y malos espíritus- para hacer fuego y cocinar nuestro alimento.
Después de una siesta en la braña (nunca había que dormir bajo los fresnos, todavía no se por que) corríamos a segar la cena de las vacas que a “sabanaos” subíamos hasta el “peseble” A continuación “mecíamos” vacas y ovejas. Lista la leche, yo era el encargado de bajarla al pueblo. Todos los días me colgaba de la espalde un zurrón de piel de oveja, donde metía la perola llena de leche, y ha caminar cuesta abajo. Generalmente me cogia la noche a mitad de camino y corría como alma que lleva el diablo, pues tenia la sensación de que los lobos me vigilaban por todas partes.
Cuando llegaba a casa de tanto correr y traquetear la perola, la leche llegaba convertida el una amarillenta y sabrosa bola de manteca.Mi madre la hervía y la colaba – hoy se dice clarificaba- para luego guardarla en frascos y freír buñuelos.Con lo que quedaba de la leche hacia quesos con arnos de avellano, que se podían comer frescos, o curados sobre un “zardo” que se encontraba arriba de la cocina mullido de “argazas” que sacábamos de las alubias.
Algunos domingos nos dejaban dormir en la cabaña. Ese día podíamos llevar las vacas a beber al Calderón, desde donde podíamos divisar el Valle Oscuru y el mar. Todavía hoy resuenan en mis oídos el ruido del mar, las sirenas de los barcos, y lo que más me cautivaba, el tren. Todos los días a la misma hora pasaba el tren silbado y echado humo desaforadamente como un gusano mágico.
Por las tardes podíamos ir ala mina, donde “la cocinera” –nunca supe su nombre- nos invitaba al barracon para comer torrejas con café de achicoria.
Mas tarde los mineros nos paseaban en los viejos camiones y jugábamos al futbol con una pelota echa con calcetines, o nos sentábamos al lado del cable, para ver como subían y bajaban los “calderos” llenos de mineral.
Al anochecer a dormir. Ahí comenzaba otro mundo. La oscuridad se llenaba de personajes nuevos, atemorizando hasta el más templado de los seres.El viento comenzaba a soplar sobre las hierbas y los huecos de las peñas produciendo una sinfonía de flautas siniestras. Mi abuela decía que eran los jurguillos de las montañas que le robaban el “chiflu” –o siringa- a los afiladores que iban de pueblo en pueblo, y tocaban toda la noche sin descanso, para avisar los seres vivientes, de que se tenían recoger pues ese era su lugar y tiempo. De vez en cuando en algún lugar se escuchaba el aullido de un lobo. En un instante todo quedaba en silencio, pues era tan desgarrador y patético, que erizaba la piel al más osado.
Así pasaban los días y poco a poco fuimos tomando confianza y nos arriesgábamos a transitar en las noches de cabaña en cabaña, donde los mayores realizaban largas partidas al tute por tres o cuatro perronas, pues no se conocía otro dinero.
Algunas veces atormentado por los nudos de los capullos que rellenan mi colchón, me levantaba y me acostaba en la braña boca arriba con los brazos y las piernas en cruz, y miraba el cielo largo tiempo si mover un músculo.Millones de estrellas palpitaban en un fondo azul profundo dibujando figuras – mi abuela decía que eran los esqueletos de los animales que morían – de todas formas y tamaños. Durante horas buscaba mis animales muertos, ahí estaban, la Josca, la Mora, la Alazana………..todas, estaban todas, menos el Sultan, nunca pude encontrar al Sultan, y siempre me quedo la incertidumbre de saber que eran las estrellas solitarias. ¿Será que eran perros abandonados y por eso no encontré al Sultan?
Todo ese mundo cósmico lo tenía al alcance de las manos, lo podía tocar, podía sentir su calor, tan alto y tan cerca me sentía, que pensaba que Cuera era la cima del mundo
Jesús A. López