Cuando llegue a este país, como es lógico llegue pleno de mis recuerdos dejados el día
que partí sin rumbo conocido.
Los primeros días fueron de una transición de difícil explicación, fue como un estado inerte entre dos dimensiones, levitante. Un limbo levitante incomprensible entre dos culturas muy parecidas pero al mismo tiempo muy diferentes.
Este estado duro hasta que el trabajo me reclamo y me obligo a salir a la calle donde me atrapo la vorágine de las grandes ciudades haciéndome olvidar todos mis recuerdos.
No obstante mis aprendizajes allende los mares afloraban instintivamente a situaciones a veces cómicas y otras tristes.
Todavía eran frescos los recuerdos y bajo una inconciencia flotante todas las mañanas cuando me dirigía al trabajo, daba vueltas al rededor de mi casa buscando la roca donde me subía en Cuera para escuchar los murmullos del mar, o cuando trepaba la colina detrás de mi casa en Caviedes hasta el Monté Corona, para disfrutar de las embravecidas aguas del Cantábrico.
Durante mucho tiempo realice esa maniobra hasta poco a poco se fue apagando, tal vez por qué lo único que encontraba era la misma calle de asfalto y los mismos edificios de cal y arena, altos hasta el cielo, formado una muralla de concreto infranqueable.
Con el tiempo lo único que perduraba era el instinto de la naturaleza que permaneció como si nunca hubiese salido de ella.
Ese instinto natural me obligo a refugiarme en los campos abiertos donde el tiempo se mide sin apuros ni limites.
El cambio fue brusco pues, las llanuras pampeanas eran todo lo opuesto a los Picos de Europa.
Fue como reemplazar ondulantes senderos que se perdían en el cielo por caminos rectos que se precipitaban más allá del horizonte.
Las altas montañas dieron paso a llanuras infinitas, donde los prados de la montaña no más grandes que cien pasos de una persona, se convertían en kilómetros y kilómetros, no alcanzando la vista para abracar sus dimensiones.
Las diez o veinte vacas que pastaban placidamente en los campos cantabros se convirtieron en miles que deambulaban por las inmensidades de aquéllos prados infinitos.
Todavía eran tiempos en que los gauchos aun conservaban parte de su esencia y ardía en deseos de entrar en contacto con ellos.
Revisando en aquellos recuerdos infantiles me agrada mucho aquellos cuando leía los cuentos de J. L. Borges y Bioy Casares escondido atrás de la puerta en la biblioteca del tío Doro. Dos llamaban mi atención “El Sur” de Borges y “El calamar obra por su tinta” de Bioy. Uno describía la vida del gaucho y el otro describía con cierta sorna la sociedad de aquellos pueblitos desperdigados por las llanuras.
Cargado emocionalmente con el gaucho de Borges, poncho liado en el brazo y facon escribiendo en el aire y la vida sosegada de aquellos pueblos de Bioy Casares llegue a la estancia “La Esperancita”.
Con veinte y pocos años se hizo realidad mi sueño de ver y convivir con los gauchos en sus tierras.
El encuentro fue emocionante……. y al mismo tiempo decepcionante. En lugar del gaucho serio, parco en palabras y ajado por las inclemencias metereologicas y de la vida,
me encontré con gauchos parlanchines bien atildados, educados e informados que tomaban Coca Cola y tarareaban “Obladi Oblada” de los Beatles..
Después de unos días paseando de tambo en tambo y estancia, llego el día de visitar el pueblo más próximo de nombre Villa Espil que se encontraba en la ruta siete caminos a Mendoza.
Con cierta desilusión no me encontré con los pueblos de Bioy Casares, simplemente eran pueblos comunes como cualquiera del valle, con la única particularidad que eran de una solo planta con viejos ladrillos a la vista.
La atracción de aquellos pueblos era la “pulperías” viejos almacenes que hacían de bar y de todo. Diría yo que fueron los propulsores de los súper de hoy día, pues en ellos podías comprar desde un traje de novia, un arado, una caja de aspirinas hasta una moto o una camioneta.
Ahí acudían los gauchos el los atardeceres y los fines de semana vestidos con sus mejores galas, a tomar unos tragos y a tertuliar con los gauchos de otras estancias.
La pulpería era un clon del estudio de Ray Bradbury, en su interior reinaba el mayor de los desordenes y se podía ver desde una cámara de fotos arriba de un saco de patatas hasta un sujetador colgado de la reja de un arado. El lugar mas concurrido era el bar generalmente en la entrada que constaba de una barra de madera de algarrobo ennegrecido por el paso de los años y el uso. En la parte superior, de grueso espesor, se podían ver las huellas de su uso, pues el pulpero la usaba como banco para sus reparaciones, ya que ejercía desde mecánico hasta paragüero En un extremo largas y profundas rayas adornaban la madera producto del corte de los cuchillos que usaba para cortar los salmes y mortadelas que colgaban del techo.
En el fondo sobre unas maderas del mismo tipo descansaban algunas botellas envueltas en gruesas capas de polvo y telarañas con extrañas etiquetas de difícil lectura debido a la gran capa de polvo. Del lado de la gente dos gruesas mesas con cuatro sillas de la misma madera y cuatro banquetas altas como jirafas cerraban el inmobiliario de la pulpería.
Generalmente los gauchos andaban en grupos y mientras unos permanecían en la barra escanciando ginebra o caña quemada, otros lo hacían en la puerta a modo de recepcionistas unos sentados en los postes donde se ataban los caballos y otros apoyados sobre el marco de la puerta. De a poco se iban intercalando de modo que casi siempre el que esta apoyado en la puerta era el mas borracho, y hacia de recepcionista para los vecinos y todo lo que pasara por la calle.
Ahí estaba el hombre apoyado en el marco con difíciles movimientos, engalanado con la mejor pilcha, como para un entierro. Camisa blanca y bombacha negra, con un pañuelo rojo al cuello, cinturón profusamente adornado con monedas de plata, botas brillantes como para peinar a Narciso, espuelas de plata y sombreo tirado para atrás como colgado de la nuca. Con el rebenque en la mano saludaba a todo el que pasaba por la calle y lo hacia de un tirón por si se olvidaba algo:
-¡Guenas y santas Don Eulogio, ¿como anda la patrona,…. y los gurises, ¿ya esta noviando la chinita?
Un atardecer lluvioso la falta de provisiones me llevo hasta el almacén, tieso como una estaca cruce los dos piquetes sin decir palabra hasta la sección carnicería y ahí me pare delante del carnicero que amablemente procedió a cumplir mi pedido. Cuando cruce los gauchos sentí como mil ojos se arremolinaban en mi nuca “relogiandome de los datiles al marote” ante mi mudez comenzando una conversación con la vista que se entendía tan bien que no era necesaria ni una palabra.
La vista de los gauchos iba de mi persona a la del pulpero, como espectador de tenis siguiendo loa pelota.
Así continúo la conversación de mudos a golpe de vista en la que se reflejaba como los gauchos le recriminaban al pulpero, mi osadía de pasar mudo frente a ellos.
Como siempre fue el borracho el que tomo la iniciativa, e increpo con cierta dureza al pulpero:
-¡¡Dígame Don Patrón!!!......¿.pa´que dentro el gringo……..mire que hay que dir mamau…. ehhhhhhh?
El ambiente espeso como crema batida se evaporo cuando el pulpero fue presentando uno a uno, y uno de los campaneros de la puerta comenzó a desprender de las cuerdas de su guitarra desesperadas notas de una milonga sureña.
Así termino la historia del mundo gaucho que los cuentos de Borges y Bioy Casares habían forjado en mi mente, que en su esencia existía pero con otros condimentos que yo no conocía.
Quizás tendría que haber llegado cien años antes para ver a los peleadores con sus ponchos envueltos en su brazo a modo de escudo para atajar las puñaladas de su contrincante y con su facon dibujando amenazas de muerte en el aire, o de encontrar el bagre de de Tadeito vivo.
También pensé que la vida en las ciudades es agónica, apocalíptica. Que no tienen cabida los sentimientos que no tengan que ver con lo material, con la política, con la incertidumbre, con las cuotas o la tecnología.
Que te roba cada una de las cualidades con que la naturaleza te doto cuando convivís con ella, esas sensaciones de poder ver más allá de la realidad, la capacidad de poder traspasar paredes y ver otras realidades quedan mutiladas por el desenfrenado trajinar de esta sociedad que no se ve a si misma.
Jesús A. López